La semana que acaba de terminar nos dan testimonio, nos recuerdan esto que digo, con una fuerza que otorga esperanza al momento difícil por el que atraviesa la humanidad. Una viva, crujiente, encarnada con su sonrisa de niña inocente, lectora de libros y vida insaciable y, hoy, multi galardonada. Otra, desconocida en nuestro entorno que a los 94 años se despidió sin haber sido jamás derrotada. Usó la palabra sin descanso.
Hablo de las dos personajas que cubrieron las noticias de la semana que terminó. Elenita Poniatowska que recibió el premio Cervantes 2013, calificada simplemente por esa su capacidad de retrotraernos, con excelente narrativa, historias que no pueden olvidarse, como la de Jesusa Palancares en Hasta No Verte, Jesús Mío o El Tren que pasa Primero, donde están en el centro los trabajadores ferrocarrileros y el contexto del México y su milagro económico fundado en el trabajo y la explotación de sus hijas e hijos.
La otra, nada menos que Doris Lessing, Premio Nobel de literatura 2007, autora de un libro fundamental sobre la injusticia humana, la discriminación de las mujeres y el acento iniciativo de una visión no dogmática: El Cuaderno Dorado (1969) y su larga narrativa que la hizo, hasta el final de su vida, una rebelde convicta. Lessing sorprendió con su literatura y su inteligencia indiscutible; describió en sus novelas la desgracia de nuestro tiempo. Fue contraria a todo dogmatismo y fundamentalismo.
Una princesa Polaca, la otra inglesa nacida en Irán, la antigua Persia. Una de origen periodístico que ha sabido tomarle nota a la historia y romper las fronteras del olvido, la otra según la escritora Marta Sanz, sacó a la luz los choques de clase, género y cultura, buscando un territorio común. Ambas en la primera plana diario El País, reconocidas y actuantes.
De Doris Lessing en México y entre los exégetas de la literatura, ni una línea. Doris nació en Persia en 1919, y vivió en Rodesia. Murió el 17 de noviembre pasado. Autora de un libro emblemático, El Cuaderno Dorado que la hizo universal, generadora de una producción literaria comprometida con la vida sin el temor al rechazo, opositora permanente al apartheid y la segregación racial en Rodesia, quien hasta el último suspiro, no pudo callar. Tiene un relato conmovedor, desconocido en castellano, titulado Por que un niño negro de Zimbabus robó un manual de física superior. Fue la autora del reportaje African Laughter, fue perseguida, prohibida.
En los años 70, mientras Elenita en México con Jesusa Palancares nos mostró a esas mujeres del pueblo, sus haceres y sus búsquedas, armando la crónica de su tiempo, inclusiva y persistente, con esos oídos magníficos que da el oficio periodístico, empezaba a estremecernos, Doris era leída profusamente por las nuevas feministas, por su capacidad de mirar y narrar con un lenguaje revolucionario, las diferencias entre hombres y mujeres, en medio de las injusticias sociales del sistema capitalista y excluyente.
Doris fue capaz en sus novelas de prefigurar el horizonte de la solidaridad entre mujeres; ella como Simone de Beauvoir nos narró y puso en claro reflexiones sobre la repugnancia que sentimos sobre los estragos de la edad, al final de su vida nos dejó aleccionadoras reflexiones sobre el drama de la desigualdad, buscando con urgencia que en la sociedad nadie sienta la culpa del verdugo ni la debilidad despótica de la víctima, como escribió de ella Marta Sanz en la edición del 18 de noviembre de El País.
Dos enormes narradoras, cronistas, periodistas, novelistas, escritoras de su tiempo que como en espejo nos devuelven con su trabajo, esa necesaria, urgente, fundamental necesidad de lectura, de reflexión, de apropiación de la palabra que sin lucha de sexos se ha entregado a millones de personas para no olvidar el halo fundamental que es la vida sin dejar de mirar al otro, a la otra, a los otros, en cada tramo de la historia.
De Elena, la escritora Rosa Beltrán afirma que su obra se convirtió ya en un referente indispensable para la cultura en México, pasando de la oralidad a la transtextualidad, con hechos antes que términos nacidos de su obra mucho antes de que pasaran como términos de la academia. No podemos dejar de decir lo que aquí en México nadie señaló: Elena documentó el abuso de niñas violadas y damnificados por el terremoto de 1985.
Y algo más, como escribió Juan Villoro, Elena se adiestró con el oído en el periodismo. Hace unas semanas, como siempre, la vi tomar nota en un pequeño cuaderno, respirar abundante con lo que la inspira, retratar lo que veía, la encontré siempre reportera sin descanso. Me la encontré en un homenaje a Laura Bonaparte, tras su muerte. Y sí, en efecto Elenita es maestra en desarrollar, una empatía fundante con sus informadores: se diría los hechos antes que los adjetivos, tal cual exige ese periodismo, esa escritura, esa narrativa de la nota a la novela, que encarna realidades.
Y Doris, nos legó entre muchos textos uno abrazador y dignificante que Seis Barral le publicó en 1962: La Costumbre de Amar un conjunto de 17 relatos que recrean la vida común, con una veracidad sin tapujos, de lo que somos hombres y mujeres; del paso del tiempo, sobre las pequeñas miserias, como escribe y describe sobre ese texto José María Guelbenzu.
Dos ejemplos de lo que la narrativa ligada a nuestro tiempo, de la misma manera como lo hizo Elena Garro y Rosario Castellanos, son legados para fortalecer nuestro espíritu, en épocas donde la vulgaridad de la lucha por el poder, de las mentiras y simulaciones, podrían estrangularnos de no variar nuestra mirada y no acoger lo humano verdadero que puede salvarnos en estos tiempos de desazón y desesperanza.
Con ellas me quedo. A leerla voy.
Por Sara Lovera , periodista mexicana.
Palabra de Antígona.